A lo largo de los últimos treinta años la dominación ha tomado “una
nueva conciencia del hecho energético” condicionada por los precios del
petróleo y la distribución geográfica de sus reservas. La clase
dirigente ya es consciente de que un suministro seguro de energía es
imprescindible para el mantenimiento de la sociedad de mercado, urbana
en su más alta expresión, y, dado el coste creciente para su obtención y
la disponibilidad decreciente de recursos energéticos, no le importan
los impactos que causen su producción y transporte; los “costes
medioambientales y sociales” son meros daños colaterales de una política
de “seguridad” que ha de prever eventuales situaciones de
desabastecimiento. Es esa doble amenaza la que obliga a los Estados
industrializados a confeccionar planes que faciliten la mundialización
del mercado de la energía y fijen estrategias de ahorro, eficiencia y
prospección a fin de atemperar su elevada dependencia energética. Lo
primero conduce al desarrollo de infraestructuras energéticas de
interconexión; lo segundo, a la innovación tecnológica y a la promoción
de las energías renovables industriales.
La sociedad capitalista de masas se basa más todavía en el
crecimiento, lo que redunda en estilo de vida motorizado apoyado en un
consumo intensivo de energía, con el consiguiente incremento continuo de
la demanda. Sin embargo, ese estilo no puede sostenerse
indefinidamente, puesto que el agotamiento progresivo de los yacimientos
de combustibles fósiles (y de uranio) junto con la gravedad de los
impactos ambientales y sociales causados imponen serias limitaciones que
han de asumir las administraciones. Por un lado, el aumento del precio
del petróleo y el gas natural; por el otro, las emisiones
contaminantes, la destrucción del entorno rural, la degradación de los
ecosistemas y el calentamiento global. El capitalismo se halla ante la
disyuntiva de seguir creciendo y agravando la crisis ecológica, o de
decrecer y sumergirse en una crisis económica. Al final ha tenido las
dos y esto no es más que el principio. En un artículo titulado “La
transición energética” (El País, 26-X-2005) podía leerse: “la crisis
que se avecina es de tal magnitud que todos los expertos consultados
coinciden en que estamos ante un nuevo paradigma.” Que los expertos
al servicio del poder económico sean catastrofistas es una novedad,
pero como el sistema capitalista ha venido demostrando a través de la
historia, la solución que preconizan en su nombre se desprende de la
conversión de los problemas generales en oportunidades para las grandes
corporaciones. Así pues, el sistema ha dado con la “opción
sostenibilista”, que consiste en reorientar el crecimiento económico
tratando de contrarrestar sus deplorables efectos a través de cambios en
el “mix” energético consumible, y, por encima de todo, en un salto
tecnológico hacia delante. Los dirigentes empresariales y políticos
planean un cambio paulatino hacia un modelo productivo “descarbonizado”,
o sea, un modelo que dependa menos de los combustibles fósiles y más de
las nucleares y las renovables industriales. La seguridad del
suministro y la neutralización de los efectos del cambio climático son
los puntos clave del nuevo paradigma capitalista, pero los caminos a
seguir, como por ejemplo el mercado de emisiones, la subvención de la
industria nuclear y renovable, el control social o la geopolítica
imperialista, abocan a contradicciones insuperables. El “desarrollo
sostenible” resulta pues una vulgar estafa, ya que se resume a una
apuesta político-tecnológica por el sostén de la demanda de energía y
por la explotación del territorio como fuente autóctona de recursos
energéticos, sean o no renovables, es decir, sean o no contaminantes,
sin reducir para nada el consumo de combustibles fósiles, ni por
supuesto alterar el statu quo mercantil. Puede que sea desarrollo, pero
no tiene nada de sostenible. Las rutas tecnológicas abiertas suponen un
“nuevo modelo territorial” pagado directamente por los consumidores
mediante la factura de la luz, o indirectamente, a través del erario
público; es lo que llaman “internalización de los costes”. En realidad
el aumento del precio de la energía ha de costear todos los dispendios
del capitalismo verde, puesto que éste aún no es rentable: la
construcción de infraestructuras como las “redes transeuropeas de
energía”, el secuestro del dióxido de carbono, la extracción de gas y
petróleo no convencionales, la investigación tecnológica, la
construcción de centrales de renovables, la plantación de
agrocombustibles, las plantas de tratamiento de residuos... Y todo para
concluir que la demanda mundial entre 1997 y 2020 se incrementará en un
57%, y que al final del periodo los combustibles fósiles representarán
más del 80% de la energía mundial consumida, es decir, más o menos lo
que representan en la actualidad. Del petróleo depende no solamente el
transporte mundial, sector que crece más que los otros, sino la
industria química y la farmacéutica, la producción de asfaltos, fibras
sintéticas, plásticos, etc., elementos imprescindibles para la vida
artificial obligatoria en régimen capitalista. No existe, ni a corto
plazo ni a largo, un recurso capaz de sustituirlo Por eso la población
está siendo atemorizada por el espantajo de una crisis, a fin de que se
resigne a futuras disfunciones socio-económicas y desastres ambientales.Ante la perspectiva de la catástrofe, las directivas de las altas instancias europeas (el Parlamento, el Consejo, la Comisión) relativas al fomento de las renovables industriales pueden entenderse más que como mecanismos de contención de la demanda de combustibles fósiles (que van a seguir siendo la principal fuente de energía, y por lo tanto, de contaminación y de producción de gases de efecto invernadero) como mecanismos de ocultación de la crisis energética y ecológica. Las renovables son un complemento inconfesable de la verdadera producción alternativa, la nuclear, destinada a representar el 30% de la energía producida en 2030 en la península, según informa el lobby nacional Foro Nuclear, lo que supondría la construcción de entre siete a diez centrales nucleares más. Además, las renovables son seudo-exorcismos contra el cambio climático, destinado a disimular fenómenos más agresivos con el medio ambiente, por ejemplo la expansión del consumo de gas natural o la producción de gas no convencional. También dan una impresión de seguridad que se corresponde poco con la realidad, al proporcionar una apariencia de diversificación de las fuentes, cuyos cuantiosos costes presentes comportarán según los expertos y políticos beneficios superiores en un futuro. Este peculiar efecto pantalla psicológico de las renovables --que ni son baratas, ni reducen sensiblemente el estado de dependencia energética, y que, finalmente, no son siquiera renovables-- ha logrado convertirlas en prioridad de las políticas energéticas para los años venideros, los de la “transición energética.”
Desde que la Unión Europea fijó el objetivo del 20% de generación renovable en 2020, las eólicas industriales marchan en primera línea, y ello es así porque son las menos caras y las que se encuentran en una fase de desarrollo más avanzado. Pero la energía eólica está lejos de ser una fuente socializada en manos de colectivos locales energéticamente autónomos. Cuatro multinacionales controlan el sector en el ámbito estatal, a saber, Acciona, Iberdrola-ACS, Gamesa y Abengoa, que junto con Endesa, Unión Fenosa, Isolux, Corporación Eólica SA, Fersa e Hidrocantábrico, poseen casi todos los impropiamente llamados “parques” de aerogeneradores, que, siguiendo el modelo centralizador clásico, vierten su producción a la red eléctrica monopolista. En 2004 el Estado español se situaba en segundo lugar mundial en cuanto a potencia instalada, pero del consumo total de energía primaria en 2009, solamente un 2’4% correspondió a la eólica. Y es que dicha energía no es apta para el transporte pues sólo sirve para producir electricidad –el vehículo eléctrico está lejos de ser una realidad práctica. Se consume principalmente en el ámbito residencial y terciario, pero nunca sola pues para compensar las bajadas de tensión debidas a la variabilidad del viento necesita el respaldo de centrales térmicas, grandes contaminadoras. Esa necesaria asociación pone en duda el carácter renovable de la energía producida por las centrales eólicas, pero no olvidemos también que los materiales industriales usados en su construcción reflejan una importante huella carbónica de fábrica: hormigón armado para la cimentación, las zanjas y las torres, acero para las torres y la “góndola”, fibra de vidrio o de carbono reforzada con plástico para los “álabes” o palas, cobre para el transformador y cables de evacuación, y hasta metales muy poco abundantes en la naturaleza como el neodimio y el disprosio para los imanes permanentes del rotor, cuya extracción y purificación es un proceso altamente tóxico. Si a ello añadimos el uso de aceite en la maquinaria, las resinas de poliuretano o de polivinilo para la protección del acero, los movimientos de tierras, excavaciones y demás trabajos de instalación, que se repiten a la hora del desmantelamiento, o sea, al cabo de veinte años --la vida útil del aerogenerador de 60 metros de altura con palas de 30 metros-- tendremos el cuadro completo de la verdadera renovabilidad de la energía eólica.
El primer impacto que se percibe ante una central eólica es el visual. La configuración del paisaje resulta mayormente cambiada, fragmentada, afeada y banalizada, con pérdida de su calidad panorámica, de su unidad y su singularidad, algo que desde un punto de vista pragmático puede parecer secundario, pero que para el vecindario que se siente a gusto con la belleza de su entorno resulta principal. A partir de ahí podemos continuar con el impacto sobre el territorio. Efectivamente, la construcción de infraestructuras viarias y eléctricas erosionan el terreno y provocan daños a la vegetación que aumentan cuando la central ocupa espacios protegidos. La evacuación de la electricidad producida exige líneas de alta tensión además de zanjas, con el riesgo de incendio que conllevan. Dicho impacto empieza a ser considerable en cuanto a la mortandad de aves por colisión con las palas, electrocución con los tendidos de evacuación y pérdida de hábitat. Finalmente, el bloqueo de las corrientes de aire incide en el sobrecalentamiento del lugar, el ruido producido por los aerogeneradores resulta molesto en las proximidades de las centrales, y el “efecto discoteca”, que consiste en la sombra proyectada por las palas al recibir la luz solar, es sencillamente inaguantable. La preocupación por el medio ambiente de los industriales eólicos y de los políticos que sostienen sus intereses queda desenmascarada frente a una simple enumeración de efectos nocivos.
Ante el problema de la escasez de emplazamientos terrestres aprovechables surge la posible alternativa de las centrales eólicas marinas, todavía en fase experimental. No necesitan vías de acceso, alcanzan una productividad mayor y duplican la vida útil de los aerogeneradores, pero son bastante más caras y su impacto paisajístico, territorial y ambiental es mayor. Las torres tienen una envergadura de hasta 200 metros, 75 de ellos sumergidos, con palas de 50. A la erosión provocada por las obras de superficie y submarinas se suman el mayor ruido, la carnicería de aves y los efectos de los campos electromagnéticos en la flora subacuática y los recursos pesqueros. Las economías costeras resultan claramente perjudicadas, por lo que el rechazo vecinal suele ser mayor que en las terrestres. En general, las eólicas no pueden suscitar una complicidad suficiente en la población afectada, ni siquiera con el reclamo recurrente de los puestos de trabajo y del “atractivo turístico” que significarían los aerogeneradores en medio del mar, argumentos éstos verdaderamente extravagantes que denotan la absoluta falta de justificaciones plausibles, pues las centrales funcionan automáticamente y su presencia invita más bien a la fuga. Así pues, la toma unilateral de decisiones respecto a la implantación de “parques” marinos que comportan la liquidación de la actividad económica local y la degradación del territorio, por parte de las distintas administraciones, asesoradas éstas por el trabajo deshonesto de técnicos universitarios y escudadas en periodistas serviles, no es capaz de ocultar a los ojos de la población que los proyectos eólicos –y los otros— no responden más que a la megalomanía irresponsable de los políticos y los intereses espurios de los fabricantes de aerogeneradores, de las empresas promotoras y de los bancos.
En resumidas cuentas, la energía eólica no surge en el mercado global para sustituir a ningún otro tipo de energía, pues sólo para reducir significativamente el número de térmicas de carbón-fuel o de nucleares necesitaríamos un “parque” cada tres o cuatro kilómetros cuadrados. Simplemente aparece para contribuir al crecimiento de la economía de mercado. No es ni siquiera renovable, puesto que la construcción de centrales y la fabricación de turbinas requieren una gran cantidad de combustibles fósiles que cuestiona la limpieza de la producción final. No disminuye pues la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera, ni contribuye a detener el cambio climático. Tampoco rebaja el precio del kwh, ni reduce la dependencia de los Estados sin yacimientos de petróleo o gas. La producción de energía eólica es ante todo un gran negocio en manos de un oligopolio multinacional que pone el territorio en explotación a fin de mantener viables las conurbaciones. De esta manera los derechos e intereses de los habitantes rurales son sacrificados en aras del mantenimiento de unas condiciones de consumo suficiente para la masa de asalariados que se amontonan en ellas. Es en definitiva una pieza más del nuevo capitalismo “sostenible”, aquel donde el territorio ambiental y socialmente deteriorado se transforma en mercado, y por consiguiente, en fuente de beneficio privado exclusivo protegido por el Estado. Es una prueba más de la carrera suicida de una civilización industrial con necesidades masivas de energía pero con cada vez menos petróleo, una civilización enferma y decadente de la que conviene salir.
Miquel Amorós
Cicle "antidesarrollista" en defensa del territori, Barcelona, CSOA La Teixidora (Poble Nou), 20 de mayo de 2012.